Pensemos que tenemos una amiga y nos
enteramos de que una persona quiere matarla. Esa persona te pregunta cómo
encontrarla y tú tienes dos opciones, por un lado decir la verdad de dónde
está, lo que conlleva que la mate, o mentir, cometiendo una mala acción, y
hacer que tu amiga escape. ¿Qué debemos hacer? La respuesta es la
interesante discusión que en términos teóricos tienen dos escuelas o corrientes
de pensamiento. Por un lado el llamado utilitarismo con el filósofo del siglo
XVIII Jeremy Bentham como cabeza visible, que propugna que la idoneidad de las
acciones no la fija en si misma que sean buenas o malas sino el objetivo, la
utilidad, que puedan tener para lograr un objetivo final. Si el objetivo final
es bueno, las acciones realizadas para lograr dicho fin, aunque discutibles
moralmente, son la decisión correcta. Por otro lado tenemos a Immanuel Kant,
filósofo alemán de la misma época, con un sistema moral que se sustenta
simplemente en el deber de cada uno de realizar acciones que concuerden con las
normas que uno mismo se ha dado.
Volvamos al ejemplo, ¿qué hacer? Los
utilitaristas dirían que una mentira en este caso evita un mal mayor, por lo que
sería la opción correcta, en cambio Kant pensaría que tu deber es el de decir
lo correcto a pesar de las consecuencias. La postura más chocante es
evidentemente la del filósofo alemán, a si que sigamos con él. Que una
acción sea buena o mala dependerá de si va acorde con el deber, pensaba Kant,
pero no un deber cualquiera o uno impuesto por alguien de superior categoría,
sino por el deber que nos damos a nosotros mismos de acuerdo al famoso imperativo
categórico que se resume en “actúa solo de acuerdo con una máxima que puedas
considerar simultáneamente como ley universal”. Por ejemplo, un asesino quiere matar pero no que todo el mundo pueda matarle a él o sus seres
queridos en cualquier momento sin ningún castigo. Es decir, no querría que
aquello que él hace (asesinar) sea la ley por la que todos nos rigiéramos.
Bien, pero ¿cómo sabemos que esa forma de
actuar, esa regla por la que hemos decidido regirnos no está condicionada por
la educación que nos han inculcado en el colegio o en casa, por las normas de nuestra sociedad o por coacciones externas? ¿Cómo sabemos que no
actuamos de acuerdo a nuestras características físicas o psicológicas, por ser,
por ejemplo, una mujer española de clase baja? Kant tenía respuesta para ello,
la Razón, pues en ella está la guía que orienta nuestros actos. Frente a una
injusticia que vemos y no intentamos solucionar no podemos argumentar que es
que nuestros padres nos enseñaron a no intervenir en un conflicto, o que en
España es normal ver a gente mayor apaleando a sus hijos, o que es que era muy
peligroso para nuestra integridad física. Pongamos que todo ello sea cierto,
aún así sabríamos que no hemos actuado bien quedándonos al margen, pues sabemos
que, como dice el filósofo Luis Alegre, hay cosas que no deben ocurrir jamás,
desde ningún punto de vista, incluso si están ocurriendo a diario.
Esa inquietud que nos asalta en estos
casos pensando que quizá podríamos haber actuado de otra forma, pero el miedo,
nuestro carácter o cualquier condicionante nos lo ha impedido la explica el filósofo alemán con un ejemplo en el que un príncipe, queriendo
castigar a un hombre inocente, amenaza a un súbdito para que levante falso
testimonio contra dicho hombre prometiendo los mejores regalos y también los
peores tormentos de no hacerlo. La temida pregunta es, ¿qué haríamos? Somos libres de elegir y por ello responsables de nuestra
decisión a pesar de todo (¿de qué serviría ser juzgados si no somos
responsables de nuestras acciones?) Al tomar la decisión se agolparían en
nuestra mente muchos factores, sociales, religiosos, educativos o ideológicos
que nos hacen ser quienes somos, pero, ¿podemos saber con toda seguridad qué
haríamos?
La respuesta no es que no se sepa, de
hecho es que ni importa la decisión que cada uno de nosotros tomase, lo que
importa es esa duda que nos lleva a plantearnos cómo actuar de forma correcta, lo que implica comprender que
no somos solo españoles, ricos, pobres, hombres, mujeres, blancos, negros, de
derechas o de izquierdas y no actuamos sólo de acuerdo a todo ello y a las circunstancias
del momento, sino que tenemos capacidad de decidir si hacer lo correcto (aunque quizá no lo más
conveniente para nosotros) o no. Incluso con la
mejor oferta o bajo la mayor amenaza imaginable, la pérdida del empleo, de tu
casa, la muerte de tu familia y amigos o incluso de tu propia vida, incluso
cuando tus sentimientos y deseos te griten que no lo hagas, siempre, y a pesar
de todo, sigue siendo posible ponerse en el papel de cualquier otro
(distanciándose de tus características personales) y hacer lo que se debe
hacer. Ser, en términos cinematográficos, el bueno de la película.
Lo increíble es que teniendo todo en
contra y nada a favor, más que mantener la dignidad sabiendo que has actuado de
manera correcta, podemos aún elegir hacer lo correcto. De esta forma se maravillaba Kant (y
debiéramos hacerlo todos) preguntándose “¿qué hay en mí que hace que pueda
sacrificar las más intimas seducciones de mis impulsos y todo deseo que procede
de mi naturaleza, a una ley (la ley moral, el deber) que no me promete como
compensación ventaja alguna y con cuya infracción no amenaza ninguna pérdida?” y es que, aunque fuera sólo como
posibilidad remota, sigue existiendo un resquicio para decir no ante la
injusticia.
Es, pues, y en definitiva, el recurso
a la Razón, “lo más excelente que hay en nosotros” según Aristóteles, como
aquello que une a todos los seres humanos independientemente de su
nacionalidad, etnia, sexo, cultura, clase social o edad, a lo que recurre Immanuel
Kant para dar solución a la pregunta de cómo actuar frente a situaciones del
estilo. Esa pequeña rendija que, a pesar de las tremendas amenazas, miedos o
impedimentos culturales o religiosos, deja abierta la posibilidad de obrar de
acuerdo al deber es lo que llamamos libertad, y es lo que llena de admiración a
Kant y debiera llenarnos también a nosotros, imperfectos, y a pesar de todo lo
demás, seres racionales.
Sergio Serrano
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