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La democracia y las dudas

Escribía Jorge Luis Borges que la duda es uno de los nombres de la inteligencia, pero ¿dudamos lo suficiente? ¿Somos lo suficientemente críticos con nosotros mismos? ¿Qué porcentaje de nuestras opiniones suscribiríamos contra viento y marea? Hace poco, leyendo Elogio de la duda, un interesante libro de la filósofa Victoria Camps, me preguntaba sobre sobre el valor de la duda y la relación que en dicho libro se establece ente esta y el sistema democrático. La capacidad de crítica es algo de lo que siempre se habla cuando se mencionan los fines de la educación, pero en este caso no me refiero tanto a la capacidad de ser críticos frente al poder (algo lógico), sino a la de serlo con las ideas de uno y una misma, asumiendo los posibles errores en los razonamientos que todos hacemos sobre las cosas. ¿Estamos dispuestos a ponernos en duda?

Los filósofos se han preguntado en repetidas veces sobre si es posible conocer el mundo, de hecho hay una rama entera de la filosofía dedicada a ello, la epistemología. Muchos se preguntaron ya hace mucho si podemos realmente llegar a la verdad y los grados de conocimiento que se pueden llegar a tener sobre las cosas. Se suelen distinguir tres principales; ignorancia (desconocimiento total sobre algo), duda (no te pronuncias porque, aunque algo sabes, no estás seguro de ello), opinión (apoyas una idea pero con la posibilidad abierta de equivocarte) y certeza (se tiene constancia, y así puede demostrarse a otros, de la verdad de tal afirmación). El problema es que normalmente tratamos lo que pensamos como si fueran certezas, y no solemos estar abiertos a que nuestros planteamientos estén equivocados y sean en realidad una opinión más. Y no se trata de dudar siempre de todo, de forma metódica cómo haría el famoso Descartes y ampararnos siempre en una especie de suspensión del juicio permanente en la que, como no podemos saber exactamente la verdad sobre gran cantidad de temas, decidamos siempre callar. Ese tipo de radical escepticismo no nos lleva nunca a ninguna respuesta, pero de vez en cuando siempre es bueno replantearse dos (o tres) veces las cosas y posponer las opiniones hasta tener más datos sobre dicho asunto.


Descartes, de los hombres que más se han entregado a la duda

Muchas veces hablamos sin pensar, tomamos partido apoyando a “los nuestros” sin pasar las cosas por el filtro de crítica por el que si pasamos muchas otras. Olvidamos intencionadamente los matices. Es más fácil tener un pensamiento binario que nos ahorre problemas y dolores de cabeza. Asumiendo que esos errores puedan darse en cada uno de nosotros en alguna ocasión, es bueno darse un baño de humildad y preguntarse antes de hablar si realmente tenemos algo interesante que decir o simplemente si sabemos algo sobre ese asunto, pues normalmente lo que se hace es aplicar una serie de esquemas aprendidos con anterioridad a cantidad de circunstancias distintas que en muchos casos nada tienen que ver unas con otras. Miramos por unas mismas lentes una guerra y otra, una noticia y otra, una situación y otra. Dos situaciones nunca son iguales, aunque puedan parecerse mucho. Pero en otros casos simplemente son absolutamente distintas y aun así lo hacemos (¿Quién decía aquello de que en una guerra la primera víctima siempre es la verdad?)

Intentar analizar los detalles y matices nos parece superfluo (excepto si nos afecta a nosotros o a los nuestros, en esa caso exploramos cada matiz del argumento, menudos somos). Es algo que en muchas ocasiones hacemos sin darnos cuenta, es como cuando aplicamos un estereotipo o un prejuicio (pre-juicio, es decir, opinamos de algo antes de someter el asunto al juicio de nuestra razón). Esto nos ocurre a todos, es un mecanismo de nuestra mente para pasar información por filtros facilitándonos las cosas, y en muchas ocasiones deformando la realidad que pretendemos analizar.

Está estudiado que la mente humana funciona en base a una serie de marcos que nos ayudan a digerir la información. Los marcos son, por así decirlo, el contexto que explica los hechos de la realidad. Depende en el marco en el que estemos hace que entendamos de una forma u otra la realidad. Esto, que ha sido estudiado por el lingüista George Lakoff en lo que a los marcos usados por la derecha y la izquierda en Estados Unidos se refiere, nos hace comprender cómo muchas veces no atendemos tanto a que algo sea verdad o no como a que encaje en los límites en los que se mueven nuestros pensamientos, y una idea o hecho tendrá más impacto en nosotros si funciona a favor de lo que pensamos y menos si no es así (un buen ejemplo citado por el sociólogo Manuel Castells es que “si se ha activado un marco que define al Presidente como protector contra todos los peligros del mundo, cualquier información que contradiga ese marco, como la falta de conexión entre Al Qaeda y Sadam Hussein, o la inexistencia de armas de destrucción masiva, tiene mucha dificultad para penetrar nuestra decisión consciente”). Este aspecto (muy poco conocido por cierto) de los seres humanos al enfrentarnos a la información que hemos estado relatando delata que, en definitiva, tenemos fallos en la comprensión de la realidad y ninguno la ve siempre tal y como es, por lo que debemos andarnos con mucho más cuidado de lo que pensamos al ofrecer juicios.

Ahora bien, ¿qué tiene que ver esto con la democracia? Pues que el sistema democrático no es solamente una serie de elementos formales (elección de representantes, control sobre ellos, legalidad de los procedimientos de la administración, reconocimiento de derechos y deberes, etc.) sino también, como algunos teóricos han resaltado, un modo de vida que incluye una serie de valores o comportamientos concretos. Uno de ellos es la importancia del diálogo, lo que enlaza directamente con lo que hemos comentado más arriba. Es evidente que solo mediante este diálogo es posible llegar a acuerdos y poner encima de la mesa cuestiones que afectan al conjunto desde distintos puntos de vista. Diferentes puntos de vista que siempre ha habido y que, gracias a la solución democrática, si bien muy criticada hasta el siglo XIX, se nos ofrece una posibilidad de discusión de estas visiones de manera pacífica (en ocasiones incluso cosmo-visiones que abarcan absolutamente todos los aspectos de la vida, lo que hace realmente difícil llegar a puntos en común, como todos sabemos). Considerando, a pesar de los desencuentros, discusiones, rencores o incluso odios, que “el otro” no es un enemigo sino un adversario. Es decir, la democracia es el sistema en el que asumes que tu oponente pueda llevar razón (aunque quizá no se la des nunca). Y esto nos cuesta muchas veces comprenderlo porque no solemos aprender a ver la posibilidad de estar equivocados.


El filósofo escéptico David Hume
De vez en cuando, tomar distancia de nuestras convicciones, pues todos las tenemos y ello no es malo, es saludable para mejorarlas. Es bueno creer en cosas, es necesario confiar en ideas, en partidos, en movimientos, en personas. Pero peligroso es cualquiera de esas creencias si estas te atan tanto que debas hacerlo de manera ciega. Cambiar la perspectiva desde la que se mira, evaluar nuestras ideas y pensamientos es necesario para actualizarlos, matizarlos o incluso reforzarlos. Por ello la crítica y el contraste de ideas, cuando uno está de verdad abierto a cambiar de opinión si encuentra algo mejor, es el origen de la democracia. Parece que el emperador persa Darío II decía que el ágora de las ciudades griegas era un lugar vacío donde los ciudadanos acudían diariamente a engañarse mutuamente. Algo de engaño tiene la democracia, pero quizá deberíamos decir más de persuasión, de convencimiento. De hecho los parlamentos se crearon desde la convicción de que reflexionando podemos llegar a cambiar de opinión. Y aún sabiendo que esto no suele ocurrir seguimos conservándolos e intentando que cumplan esa utópica función.

Pero no es un vicio de la política, sino de los propios seres humanos. Nos aferramos a nuestras ideas y pensamos que por ser las nuestras son siempre mejores que el resto. La humildad suele brillar por su ausencia en todos nosotros. Por ello siempre es bueno mantener una especie de distancia de seguridad frente a nuestras propias convicciones, incluso las más profundas; políticas, religiosas, morales. Decía Albert Camus que si existiera un partido de los que no están seguros de tener razón, ese sería el suyo. Es una frase que da que pensar pues resalta que, aunque tengamos simpatía, confianza o demos apoyo a algún movimiento político, siempre debemos mantener abierta la opción de estar equivocándonos en nuestros planteamientos y que lo que dicho movimiento defienda pueda no ser siempre lo más idóneo.

La ventaja de los sistemas democráticos, como explica bien el politólogo Daniel Innerarity en su libro La política en los tiempos de la indignación, es que se presupone que nadie tiene la razón absoluta ni la última palabra sobre todo. Que todos podemos tener razón o estar equivocados en alguna u otra circunstancia, y que es gracias a la discusión como deberíamos poder llegar a saber lo que es mejor, o al menos a saber que cree la gente que es lo mejor. Esta presunción de que todos podemos fallar y todos podemos tener algo de verdad no ocurre en otros sistemas donde se presupone que los líderes tienen la verdad absoluta.

En definitiva, la capacidad de poner en tela de juicio incluso nuestras propias convicciones es un síntoma de madurez que debería ser algo generalizado en los sistemas democráticos. Relativizar, dudar de nuestros conocimientos es un síntoma de inteligencia. La democracia es el lugar de la duda permanente y la verdad siempre en disputa, un lugar donde en principio todas las ideas sobre cómo mejorar la sociedad tienen cabida. Debemos intentar recordar que nuestra visión del mundo siempre, siempre, es parcial. Por ello la mirada crítica debe dirigirse, antes que a ningún otro sitio, hacia uno mismo y aprender a vernos desde fuera y darnos cuenta de que, a pesar de que creamos por activa y por pasiva que estamos en lo cierto, podríamos estar equivocados.


Sergio Serrano


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